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Jim Botón y Lucas el maquinista (fragmento)

Obra: Jim Botón y Lucas el maquinista

Autor: Michael Ende

Tipo de texto: Narrativo


El país en que vivía Lucas, el maquinista del tren, se llamaba Lummerland y era muy pequeño.

Era extraordinariamente pequeño en comparación con otros países, como, por ejemplo, Alemania, España o China. Era más o menos el doble de grande que nuestra vivienda y estaba ocupado en su mayor parte por una montaña con dos picos, uno alto y el otro algo más bajo. En la montaña había varios caminos con pequeños puentes y cruces y además un tendido de tren con muchas curvas. El tren pasaba por cinco túneles que atravesaban la montaña y sus dos picos. Naturalmente, en Lummerland también había casas; una era corriente y la otra tenía una tienda. Hay que añadir una pequeña estación, situada al pie de la montaña, donde vivía Lucas el maquinista. En lo alto de la montaña, entre los dos picos, se levantaba un castillo.

Como puede verse, el país estaba bastante lleno. No cabían muchas más cosas en él.

Quizá sea importante saber que había que ir con cuidado y no pisar los límites para no mojarse los pies, porque el país era una isla.

Esta isla estaba en el centro del inmenso océano sin fin y las olas, grandes y pequeñas, llegaban día y noche a sus orillas.

A veces el mar estaba tranquilo y por la noche la luna y durante el día el sol, se reflejaban en él. Esto resultaba muy hermoso y entonces Lucas el maquinista se sentaba en la orilla y se sentía feliz.

Nadie sabía porqué la isla se llamaba Lummerland y no de cualquier otra manera, pero esto seguramente se descubrirá algún día.

Allí vivía Lucas el maquinista, con su locomotora. La locomotora se llamaba Emma y era una locomotora-tender muy buena, aunque quizás algo pasada de moda. Pero, sobre todo, era muy gorda. Alguien se podría preguntar: ¿para qué necesita una locomotora un país tan pequeño?

Pues porque un maquinista necesita tener una locomotora; si no la tuviese, ¿qué conduciría? ¿Una bicicleta, quizás? Entonces sería un conductor de bicicletas, y un maquinista como es debido, quiere conducir locomotoras y nada más. Por otra parte, en Lummerland no había ninguna bicicleta.

Lucas el maquinista era un hombre pequeño, algo rechoncho, que no se preocupaba lo más mínimo por saber si alguien consideraba necesaria una locomotora o no. Llevaba gorra de visera y traje de trabajo. Sus ojos eran tan azules como el cielo de Lummerland cuando hacía buen tiempo. Pero su cara y sus manos estaban completamente negras por el aceite y la carbonilla. Y aunque se lavaba cada día con cierto jabón especial para maquinistas, el tizne no desaparecía. Había penetrado profundamente en la piel porque, debido a su trabajo, Lucas se ponía negro cada día, desde hacía muchos años. Cuando se reía ?esto lo hacía a menudo?, se le veían brillar en la boca hermosos dientes blancos, con los que era capaz de partir nueces. Llevaba además en la oreja izquierda un aro de oro y fumaba en una pipa muy grande.

Aunque Lucas no era corpulento, tenía una sorprendente fuerza física. Por ejemplo, podía, si quería, hacer un nudo con una barra de hierro. Pero nadie sabía exactamente lo fuerte que era porque amaba la tranquilidad y la paz y nunca había tenido que demostrar su fuerza.

Además, escupiendo era un artista. Daba tan bien en el blanco que podía apagar una cerilla encendida a una distancia de tres metros y medio. Pero esto no era todo. Podía hacer algo más y no existía nadie en el mundo que le pudiera igualar: era capaz de escupir en looping.

Muchas veces al día iba Lucas por la serpenteante vía, atravesando los cinco túneles, de un extremo a otro de la isla y viceversa sin que nunca le sucediera nada. Emma resoplaba y silbaba por diversión. Y en ocasiones Lucas silbaba también una cancioncilla y luego lo hacían a dos voces, cosa que resultaba muy alegre sobre todo en los túneles porque allí resonaba.

Además de Lucas y de Emma había en Lummerland un par de personas más. Estaba por ejemplo, el rey que reinaba en el país y que vivía en el castillo entre los dos picos. Se llamaba Alfonso Doce-menos-cuarto porque había nacido a las doce menos cuarto. Era un gobernante bastante bueno. Y nadie podía decir nada malo porque realmente de él no se podía decir absolutamente nada. Estaba casi siempre en su castillo sentado, con la corona en la cabeza, con una bata de terciopelo rojo y con zapatillas de cuadros escoceses en los pies, hablando por teléfono. Para esto disponía de un gran teléfono de oro.

El rey Alfonso Doce-menos-cuarto tenía dos súbditos ?si se exceptúa a Lucas, que en realidad no era un súbdito, sino un maquinista.

Uno de los súbditos era un hombre llamado señor Manga. El señor Manga siempre estaba paseando con un sombrero hongo en la cabeza y un paraguas cerrado debajo del brazo. Vivía en una casa corriente y no tenía ocupación fija. Paseaba y nada más. Era el súbdito más importante y le gobernaban. A veces, cuando llovía, abría el paraguas. Acerca del señor Manga no hay nada más que contar.

El otro súbdito era una mujer, precisamente una mujer muy simpática. Era grande y gorda aunque no tan gorda como Emma la locomotora. Tenía las mejillas rojas como una manzana y se llamaba señora Quée, con dos es. Probablemente uno de sus antepasados había sido algo sordo y la gente empezó a llamarle sencillamente así, con la palabra que decía siempre, cuando no oía algo. Y así le había quedado.

La señora Quée vivía en la casa de la tienda, donde se podía comprar todo lo necesario: chicle, periódicos, cordones para los zapatos, leche, plantillas, espinacas, mantequilla, sierras, azúcar, sal, pilas para linternas de bolsillo, sacapuntas, portamonedas en forma de pequeños pantalones de cuero, perlas, recuerdos de viaje, pegamento... abreviando: de todo.

Los recuerdos de viaje no se vendían casi nunca porque a Lummerland nunca llegaban viajeros. Sólo el señor Manga compraba a veces alguno, por gusto y no porque en realidad lo necesitara. Por otra parte le gustaba charlar un rato con la señora Quée.

¡Ah! y para no olvidarlo, al rey sólo se le podía ver en los días de fiesta porque la mayor parte del tiempo estaba muy ocupado reinando. Pero en los días de fiesta, a las doce menos cuarto en punto, se asomaba a la ventana y saludaba amistosamente con la mano. Entonces sus súbditos gritaban jubilosos y lanzaban sus sombreros al aire y Lucas dejaba que Emma silbara alegremente. Luego les daban mantecados a todos y en ciertas fiestas importantes, helado de fresa. El helado se lo encargaba el rey a la señora Quée, que era una verdadera maestra en la elaboración de helados.

En Lummerland la vida era tranquila, hasta que un día... Sí, y con esto empieza nuestra historia.