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Fantasmas en el cementerio

Autor: Allan García

Tipo de texto: Argumentativo


Ese noviembre de 1987 el calor era insoportable. Las calles de Guayaquil parecían hervir bajo el Sol inclemente deambulaba bajo la sombra de los portales para no exponerse a un desmayo. Al mediodía, un señor alto, flaco, de barba en punta y bien cuidada, enfundado en un traje blanco con chaleco y leontina, alargó la mano huesuda e hizo parar el taxi de Carlos Mendieta, mejor conocido entre sus compañeros taxistas como Carepescao, porque casi nunca sonreía.

Era el primer cliente de la tarde después de un largo trayecto sin pasajeros y no quería dejarlo pasar, pero le extrañó hombre maduro estuviera ahí, en medio de semejante calor con aquel traje de paño con chaleco y que, pese a las circunstancias no demostrara el mínimo sofoco. El individuo se lentitud en el pequeño taxi al que, según los compañeros de Carlos, le sonaba «todo menos la radio».

—Al cementerio, por favor —dijo el hombre, con una sonrisa cadavérica.

Solo en ese instante, Carlos se dio cuenta de que su pasajero traía un ramo de rosas blancas entre los brazos. El hombre no dijo palabra durante más de seis cuadras, por lo que Carlos picado por la curiosidad, quiso saber por qué un caballero como él quería ir al cementerio un martes en semejante calor. El volvió a sonreír en el sucio rectángulo del retrovisor y Carlos sintió que la sangre se le helaba.

—Voy —dijo, como todos los días, porque esa es la promesa que le hice a mi amada esposa, que en paz descanse, doña Amada del Castillo.

Carlos se estremeció de nuevo, pero, esta vez, de ternura. Aquel tipo, que parecía un espectro de formas pausadas era, en realidad un pobre hombre atado a una promesa de amor inclaudicable «Ay, el amor, el amor, siempre el amor», dijo para sí Carlos, frunciendo el rostro y metiéndose a empellones en el tráfico.

El taxista observó cómo el hombre se perdía entre resplandecientes mausoleos de mármol y, emocionado, arrancó con tal brío que casi se choca contra un destartalado patrullero de la Comisión de Tránsito. Por suerte para Carlos, el calor tenía más dormidos que despiertos a los agentes y, cuando reaccionar, ya el taxi se había escabullido en medio del tráfico.

En la noche, los vientos provenientes de Chanduy empezaron a refrescar el horno de las calles. Carlos decidió entonces echar a andar el «fórmula 1» y dar vueltas hasta las doce, para despejar la cabeza. Magaly no le había hecho caso, una vez más, pero él estaba decidido a hacerla suya.

—Grato es lloraaaar, cuando afligida el almaaa —cantó destemplado.

Pero tres cuadras más allá tuvo que dar por terminado el pasillo y tragarse la pena que le apretaba el estómago. Lentamente detuvo el taxi frente a una mujer parada en la esquina de Ayacucho y Rumichaca. Las luces parpadeantes del vehículo le permitieron admirar durante unos segundos la forma angulosa de su rostro, sus ojos oscuros y profundos, los rizos negros que le caían sobre el amplio escote.

—Al cementerio —dijo ella con voz tintineante.

Carlos vio instintivamente el reloj. Eran las once y media de la noche. —¿Al cementerio o cerca del cementerio? —preguntó desconfiando.

—Al cementerio —insistió ella.

—Sí —dijo y se bajó del taxi.

Carlos no quería desairar a esa hermosa mujer poniendo la consabida excusa de que no iba por ese rumbo, pero pensó que lo más seguro era que se tratara de una casa frente al cementerio y que la dama, viendo la cara de sorpresa que había puesto, quisiera probar su valentía. Aceptó sin chistar el desafío. Pronto se arrepintió. Durante el trayecto, la mujer se hundió en un largo silencio y él, cosa rara, tampoco quiso decir nada. Las calles mal iluminadas pasaban lentas, mientras el taxi tracateaba y Carlos miraba nervioso por el retrovisor, como para convencerse de que no iba solo. Pero la situación empeoraba. Los vellos de la nuca los tenía levantados y un extraño escalofrío le recorría la espalda, como un enorme ciempiés de patas heladas.

Se detuvo, por fin, frente al Cementerio General. Más cuando Carlos quiso cobrarle la carrera, ella solo sonrió y le dijo:

—Mi esposo ya le pagó esta tarde.

—¿Su esposo? —se extrañó Carlos

—Sí —dijo y se bajó del taxi.

Carlos se bajó también para que le explicara qué era lo que le quería decir con eso de «mi esposo ya le pagó». Ella, por todo gesto, alzó la mano para despedirse y, con esa sonrisa coqueta, le dijo:

—Con mucho gusto, me llamo Amada del Castillo, a sus órdenes.

Carlos no alcanzó a reaccionar cuando la mujer se dio media vuelta y, con un paso seguro, atravesó la gruesa pared del cementerio.