Atrás | PDF |
(Doble click en palabra abre diccionario)

Los hijos del vidriero (fragmento)

Obra: Los hijos del vidriero

Autor: María Gripe

Tipo de texto: Narrativo


Vivían en un pueblo viejo y pobre que ya no existe, llamado Nöda, en Diseberga, región en la que las nieblas son frecuentes. Albert, el vidriero, había nacido en un lugar cercano, pero su esposa procedía del norte, se llamaba Sofía y era en verdad bonita como una rosa.

A sus hijos les pusieron los nombres de Klas y Klara. Fue Albert quien les dio estos nombres, que le recordaban su oficio, pues Klas rimaba con glas y el de Klara llevaba claridad a sus pensamientos.

Albert era muy pobre, aunque la casita donde vivía y el taller en que trabajaba eran suyos. Era una casita pequeñísima. Todo el lado de una pared lo llenaba un sofá y un antiguo reloj. Al otro lado de la habitación había una cómoda y una alacena y en el centro, frente a la ventana, una mesa. Albert y Sofía dormían en el sofá y los niños en los cajones de la cómoda.

La chimenea era muy ancha y ocupaba gran parte de la habitación. Allí, junto al hogar, Sofía tenía su rueca. Por encima de ésta, colgada del techo por dos ganchos de hierro, pendía una cuna, donde mecieron a los niños cuando eran chiquitines. Ahora Sofía la utilizaba para guardar sus cosas.

Justo junto a la chimenea, una puerta conducía a otra habitación, donde había una cómoda para guardar la ropa y un taburete. Eso era todo.

Tampoco el taller era mucho mayor, si bien Albert y su ayudante disponían de espacio suficiente para su trabajo, y también para Klas y Klara cuando venían a mirar. No era necesario nada más.

Las piezas de cristal que allí se hacían eran de lo más fino que jamás se había visto. Albert era un gran artista del cristal. Sin embargo, cuando se trataba de venderlo no tenía mucho éxito. En otoño y primavera iba al lugar donde se celebraba el mercado, pero apenas lograba vender nada. Así que tenían que luchar mucho para que les llegara el dinero y nunca les sobraba ni siquiera un trozo de pan.

Cuando se aproximaba el otoño, Sofía iba a las granjas vecinas para agramar el lino que habían cosechado. Llevaba a los niños y a los tres les daban de comer. Además, como pago, le daban a Sofía un haz de lino y una hogaza de pan por cada día de trabajo. Entonces podían vivir con desahogo.

El más pequeño de los niños, Klas, sólo tenía un año. Todavía no andaba, pero se quedaba largos ratos mirando cómo su padre soplaba el cristal, con la misma facilidad que un niño hace pompas de jabón. Albert daba forma a relucientes copas y brillantes bols, pero éstos duraban y no se rompían como las pompas de jabón. Colocaba las piezas en los estantes, alineadas en largas filas, y había que ver cómo resplandecían. ¡Era como un milagro!

Klas, sentado e inmóvil como un ratón en su rincón, contemplaba cómo al conjuro del largo tubo de soplar de Albert, se hinchaban una tras otra aquellas burbujas. Klas pensaba en ellas cuando se balanceaban por encima de su cabeza, mientras adquirían forma y aumentaban de tamaño. En sus ojos brillaba una mirada anhelante, como si viera algo lejos, muy lejos. ¿Qué es lo que podía ver? ¿En qué pensaba? ¿Quizás en el cielo o en los océanos? No lo sabía y era muy pequeño para poder expresarlo con palabras. Albert sonreía, porque a él le sucedía lo mismo. Era la contemplación de la belleza.

Klara tenía unos añitos más. También le encantaba ir al taller, pero jamás permanecía quieta en su asiento, así que cuando ella estaba allí alguna que otra pieza de cristal caía al suelo y se hacía añicos. Pero ella no le daba gran importancia. Salía del taller dando brincos y corría hacia la casita, en donde colgaban las doradas hebras de lino que a Klara le parecían algo maravilloso.

Klas, por el contrario, se ponía fuera de sí cada vez que se rompía una pieza de cristal. En el primer momento le encantaba el tintineo del cristal al quebrarse, pero luego parecía aterrorizado y comenzaba a llorar cuando veía los fragmentos en el suelo. Era tal su angustia que había que sacarlo del taller. A veces Albert se enfadaba, porque creía que Klas tenía que hacerse a la idea de que algunas veces el cristal se rompe. Pero Klas no se acostumbraba. Todo lo contrario. Sufría cada vez más, hasta el extremo de que Albert casi no se atrevía a dejarle entrar en el taller.

Ese era el punto débil de Klas, pero nadie le prestaba mucha atención ya que había otros motivos de preocupación.

Albert pensaba en el cristal. Sólo en el cristal. Cristal de todas formas, cristal de todas clases. Reluciente, lustroso, brillante como un espejo, tintineante, resonante, cristal puro como... el cristal. Siempre CRISTAL.

La verdad es que Sofía creía que Albert pensaba demasiado en el cristal e incluso que el cristal le gustaba más que ella misma. El sol podía salir y ponerse, aparecer y desaparecer la luna, pero Albert seguía en el taller soplando cristal.

Ella solía sentarse junto a la ventana, fija la mirada, esperándole. Aquello sucedía con frecuencia.

Pero Klara siempre estaba contenta. ¿Cómo no iba a estarlo si disponía de un poco de lino para hacerse trenzas y el trozo de un espejo roto para mirarse?

Para ella esto era más que suficiente.

Y así, la pequeña y extraña debilidad de Klas permaneció oculta en su interior. Nadie fue capaz de comprender la sencilla verdad: Klas se había dado cuenta de que lo más hermoso es al propio tiempo lo más frágil. Esto, cuando se es pequeño y no se conoce la naturaleza del cristal, causa temor y es difícil de superar. Resulta desalentador observar con qué facilidad se hacen añicos las cosas más hermosas de la vida.

Pero esto a nadie más preocupaba, y menos aún a Sofía, a quien comenzaban a asaltarle sombríos pensamientos. El desaliento y el disgusto hicieron presa en ella. Una noche, cuando Albert llegó del taller, la encontró llorando junto a la ventana. Sentada a oscuras, ni siquiera había encendido una vela. La luz de la luna brillaba sobre ella débilmente, y en el alféizar de la ventana sus lágrimas relucían. No alzó la mirada.

—¡Por Dios! ¿Qué haces ahí sentada llorando? —dijo Albert apesadumbrado.

—Me encuentro tan sola al no estar tú en casa... —contestó ella sollozando.

Albert le explicó entonces que estaba haciendo un bol muy especial. Tenía que tener un poco más de paciencia, y después ya podría quedarse más frecuentemente.

Pero Sofía suspiró. Sabía perfectamente lo que iba a suceder. Cuando aquel maravilloso bol estuviera terminado, Albert comenzaría a pensar en alguna otra pieza aún más hermosa. Le conocía bien. Jamás haría un bol que le satisfaciera por completo y nunca tendría tiempo para dedicarlo a ella.

Albert no sabía qué contestarle. Permanecía allí, de pie, perplejo, dándose cuenta de que mucho de lo que decía Sofía era cierto.

Finalmente replicó:

—Tienes a los niños. Al fin y al cabo no estás totalmente sola.

Pero no debiera haberle dicho eso, pues fue la causa de que Sofía le contestara como lo hizo:

—¡Los niños! —dijo con rabia—. ¿Qué clase de compañía crees tú que son? Dan más preocupaciones que otra cosa...

Lo que había dicho no lo sentía de verdad —ninguna madre hubiera podido sentirlo— e inmediatamente se arrepintió de sus palabras. Era tan feliz con los niños y se sentía tan orgullosa de ellos... Tan sólo lo dijo porque en aquel instante malos pensamientos habían asaltado su mente. Albert estaba ceñudo, desesperado. Ninguno de los dos dijo nada más.

Pero Sofía se reprochaba amargamente. Nunca olvidó lo que había dicho y estaba convencida de que cuanto sucedió después fue un castigo por aquellas horribles palabras que se habían escapado de su boca.