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Frankenstein (fragmento)

Obra: Frankenstein o el moderno Prometeo

Autor: Mary Shelly

Tipo de texto: Narrativo


Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.

¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos! ¡Santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.

Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había creado, salí precipitadamente de la estancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la habitación sin lograr conciliar el sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a mi agitación, y vestido me eché sobre la cama en el intento de encontrar algunos momentos de olvido. Mas fue en vano; pude dormir, pero tuve horribles pesadillas. Veía a Elizabeth, rebosante de salud, paseando por las calles de Ingolstadt. Con sorpresa y alegría la abrazaba, pero en cuanto mis labios rozaron los suyos, empalidecieron con el tinte de la muerte; sus rasgos parecieron cambiar, y tuve la sensación de sostener entre mis brazos el cadáver de mi madre; un sudario la envolvía, y vi cómo los gusanos reptaban entre los dobleces de la tela. Me desperté horrorizado; un sudor frío me bañaba la frente, me castañeteaban los dientes y movimientos convulsivos me sacudían los miembros. A la pálida y amarillenta luz de la luna que se filtraba por entre las contraventanas, vi al engendro, al monstruo miserable que había creado. Tenía levantada la cortina de la cama, y sus ojos, si así podían llamarse, me miraban fijamente. Entreabrió la mandíbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a la vez que una mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, pero no lo oí. Tendía hacia mí una mano, como si intentara detenerme, pero esquivándola me precipité escaleras abajo. Me refugié en el patio de la casa, donde permanecí el restode la noche, paseando arriba y abajo, profundamente agitado, escuchando con atención, temiendo cada ruido como si fuera a anunciarme la llegada del cadáver demoníaco al que tan fatalmente había dado vida.