Atrás | PDF |
(Doble click en palabra abre diccionario)

El cementerio de Praga (fragmento)

Autor: Umberto Eco

Tipo de texto: Narrativo


Los días de la Comuna

9 de abril de 1897

Maté a Dalla Piccola en septiembre de 1869. En octubre, una nota de Lagrange me convocaba, esta vez, a un quai a lo largo del Sena.

Ahí están las bromas que gasta la memoria. Quizá esté olvidando hechos de capital importancia pero me acuerdo de la emoción que experimenté aquella noche cuando, cerca del Pont Royal, me quedé parado, herido por un repentino resplandor. Estaba ante las obras de la nueva sede del Journal Officiel de l?Empire Français que por la noche, para acelerar las obras, estaba alumbrado por la corriente eléctrica. En medio de una selva de vigas y andamiajes, una fuente luminosísima concentraba sus rayos sobre un grupo de albañiles. Nada puede verter en palabras el efecto mágico de aquella claridad sideral, que resplandecía en las tinieblas que la rodeaban.

La luz eléctrica? En aquellos años, los necios se sentían encandilados por el futuro. Se había abierto un canal en Egipto que unía el Mediterráneo con el mar Rojo, por lo que ya no hacía falta dar la vuelta a África para ir a Asia (y así saldrían perjudicadas muchas honestas compañías de navegación); se había inaugurado una exposición universal en la que las arquitecturas dejaban intuir que lo hecho por Haussmann para arruinar París era sólo el principio; los americanos estaban acabando un ferrocarril que atravesaría todo su continente de oriente a occidente, y dado que acababan de darles la libertad a los esclavos negros, pues ahí tendrían a toda esa gentuza invadiendo toda la nación, convirtiéndola en una ciénaga de híbridos, peor que los judíos. En la guerra americana entre el Norte y el Sur, habían aparecido una naves submarinas, donde los marineros ya no morían ahogados, sino asfixiados bajo el agua; los buenos cigarros de nuestros padres iban a ser sustituidos por unos cartuchos tísicos que se quemaban en un minuto, quitándole todo gozo al fumador; nuestros soldados, desde hacía tiempo, comían carne podrida conservada en cajas de metal. En América, decían haber inventado una especie de cabina cerrada herméticamente que subía a las personas a los pisos altos de un edificio por obra de algún que otro pistón de agua. Y ya se sabía de pistones que se habían roto un sábado por la noche y de gente que quedó atrapada durante dos noches en esa caja, sin aire, por no hablar de agua y comida, de suerte que el lunes los encontraron muertos.

Todos se complacían porque la vida se estaba volviendo más fácil, se estaban estudiando máquinas para hablarse desde lejos, otras para escribir mecánicamente sin la pluma. ¿Seguiría habiendo un día originales que falsificar?

La gente se quedaba embelesada ante los escaparates de los perfumeros donde se celebraban los milagros del principio tonificante para la piel al extracto de leche de lechuga, del regenerador para el cabello a la quina, de la crema Pompadour al agua de plátano, de la leche de cacao, de los polvos de arroz a las violetas de Parma, inventos todos ellos para que las mujeres más lascivas se volvieran más atractivas, pero ahora ya a disposición de las modistillas, dispuestas a convertirse en unas mantenidas, porque en muchas sastrerías se estaba introduciendo una máquina que cosía en su lugar.

La única invención interesante de los tiempos nuevos había sido un artilugio de porcelana para defecar estando sentados.

Ahora bien, ni siquiera yo me daba cuenta de que aquella aparente excitación estaba marcando el fin del Imperio. En la exposición universal, Alfred Krupp mostró un cañón con dimensiones nunca vistas, cincuenta toneladas, una carga de pólvora de cien libras por proyectil. El emperador quedó tan fascinado que le concedió la Legión de Honor, pero cuando Krupp le mandó la tabla de precios de sus armas, que estaba dispuesto a vender a todos los estados europeos, los altos mandos franceses, que tenían sus armadores preferidos, convencieron al emperador de que declinara la oferta. En cambio, evidentemente, el rey de Prusia lo adquirió.

Napoleón ya no razonaba como antes: los cálculos renales le impedían comer y dormir, por no hablar de montar a caballo; creía en los conservadores y en su mujer, convencidos de que el ejército francés seguía siendo el mejor del mundo, mientras que contaba (eso lo supimos después) a lo sumo con cien mil hombres contra cuatrocientos mil prusianos; y Stieber ya había enviado a Berlín informes sobre los chassepots que los franceses consideraban el último grito en cuanto a fusiles, y que, sin embargo, se estaban convirtiendo en artilugios de museo. Además, se complacía Stieber, los franceses no habían conseguido poner en pie un servicio de informaciones igual al suyo.