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El primer día de clase.

Obra: Matilda

Autor: Roald Dahl

Tipo de texto: Narrativo


Matilda empezó la escuela un poco tarde. La mayoría de los niños empiezan la escuela primaria a los cinco años o, incluso, un poco antes, pero los padres de Matilda, a los que, en todo caso, no les preocupaba mucho la educación de su hija, se olvidaron de hacer los arreglos precisos con anticipación. Cuando fue por primera vez a la escuela tenía cinco años y medio.

La escuela para niños del pueblo era un edificio tristón de ladrillo, llamado Escuela Primaria Crunchem. Albergaba a unos doscientos cincuenta niños, de edades comprendidas entre cinco y poco menos de doce años. La directora, la jefa, la suprema autoridad de este establecimiento, era una dama terrible, de mediana edad, llamada señorita Trunchbull.

A Matilda, como es natural, la asignaron a la clase inferior, donde había otros dieciocho niños, aproximadamente de su misma edad. La profesora era la señorita Honey, que no tendría más de veintitrés o veinticuatro años. Tenía un bonito rostro ovalado pálido de madona, con ojos azules y pelo castaño claro. Su cuerpo era tan delgado y frágil, que daba la impresión de que, si se caía, se rompería en mil pedazos, como una figurita de porcelana.

La señorita Honey era una persona apacible y discreta, que nunca levantaba la voz y a la que raramente se veía sonreír, pero que, sin duda, tenía el don de que la adoraran todos los niños que estaban a su cargo. Parecía comprender perfectamente el desconcierto y el temor que tan a menudo embargaba a los niños que, por primera vez en su vida, se les agrupa en una clase y se les dice que tienen que obedecer lo que se les ordene. Cuando hablaba a un desconcertado y melancólico recién llegado a la clase, el rostro de la señorita Honey desprendía una casi tangible sensación de cordialidad.

La señorita Trunchbull, la directora, era totalmente diferente. Se trataba de un gigantesco ser terrorífico, un feroz monstruo titánico que atemorizaba la vida de los alumnos y también de los profesores. Despedía un aire amenazador, aun a distancia, y cuando se acercaba a uno, casi podía notarse el peligroso calor que irradiaba, como si fuera una barra metálica al rojo vivo.

Dejémosla de momento y volvamos a Matilda y su primer día en la clase de la señorita Honey.

Tras pasar lista, la señorita entregó un cuaderno de ejercicios a cada alumno.

—Supongo que habréis traído vuestros lápices —dijo.

—Sí, señorita Honey —respondieron al unísono.

—Bien. Este es el primer día de escuela para vosotros. Es el principio de once largos años de escuela, por lo menos, que tenéis que pasar todos vosotros. Y seis de esos años los pasaréis aquí, en la Escuela Crunchem, donde, como sabéis, la directora es la señorita Trunchbull. Por mi parte —prosiguió la señorita Honey—, quiero ayudaros a que aprendáis lo más posible mientras estéis en la clase. Sé que eso os facilitará luego las cosas. Así pues, espero que para finales de semana sepáis todos de memoria la tabla de multiplicar por dos y, al final del curso, que hayáis aprendido las tablas de multiplicar hasta doce. Si las aprendéis, os ayudará enormemente. Veamos ahora. ¿Alguno sabe la tabla de multiplicar por dos?

Matilda levantó la mano. Era la única.

La señorita Honey miró atentamente a la pequeñaja de pelo oscuro y cara redonda y seria sentada en la segunda fila.

—Magnífico —dijo—. Levántate, por favor, y dila hasta donde sepas.

Matilda se puso en pie y comenzó a decir la tabla de multiplicar por dos. Cuando llegó a “dos por doce, venticuatro” no se detuvo.

La señorita Honey se echó hacia atrás en su asiento, tras la mesa desnuda que había frente a la clase. Se sentía totalmente desconcertada por aquella situación, pero tuvo buen cuidado en no demostrarlo. Nunca se había encontrado con una niña de cinco años, ni siquiera de diez, que supiera multiplicar con tal facilidad.