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La revolución apacible del alfabeto

Obra: El infinito en un junco (fragmento adaptado)

Autor: Irene Vallejo

Tipo de texto: Expositivo


Hace seis mil años, aparecieron los primeros signos escritos en Mesopotamia. Los orígenes de esta invención están envueltos en el silencio y el misterio. Tiempo después y de forma independiente, la escritura nació también en Egipto, la India y China. La escritura vino a resolver un problema de propietarios ricos y administradores palaciegos, que necesitan hacer anotaciones porque les resultaba difícil llevar la contabilidad de forma oral.

Los primeros apuntes eran dibujos esquemáticos (una cabeza de buey, un árbol, una jarra de aceite, un hombrecillo). Con estos trazos, los antiguos terratenientes inventariaban sus rebaños, sus bosques, su despensa y sus esclavos. Los dibujos tenían que ser sencillos, y siempre los mismos, para que se pudieran aprender y descifrar. El siguiente paso fue dibujar ideas abstractas. En las primitivas tablillas sumerias dos rayas cruzadas describían la enemistad; dos raya paralelas, la amistad; un pata con un huevo, la fertilidad.

Pronto se planteó un problema: hacen falta demasiados dibujos para dar cuenta del mundo exterior e interior. El número de signos no dejaba de aumentar, sobrecargando la memoria. La solución fue una de las mayores genialidades humanas, original, sencilla y de incalculables consecuencias: dejar de dibujar las cosas y las ideas, que son infinitas, para empezar a dibujar los sonidos de las palabras, que son un repertorio limitado. Así, a través de sucesivas simplificaciones, llegaron a las letras.

Los primitivos sistemas eran verdaderos laberintos de símbolos. Mezclaban dibujos figurativos, signos fonéticos y marcas diferenciadoras que ayudaban a resolver ambigüedades. Dominar la escritura exigía conocer hasta un millar de símbolos y sus complicadas combinaciones. Ese conocimiento –intrincado y maravilloso- estaba solo al alcance de una selecta minoría de escribas que ejercían un oficio privilegiado y secreto. Los aprendices, de origen noble, tenían que sobrevivir una despiadada enseñanza. En las escuelas de escribas, los chicos se endurecían durante años a fuerza de palizas y violenta disciplina. Los maestros de la escritura formaban una aristocracia. La consecuencia de ese sistema de enseñanza fue que, durante muchos siglos, la escritura dio voz solo al poder establecido.

La invención del alfabeto derribó muros y abrió puertas para que muchas personas, y no solo un cónclave de iniciados, pudieran acceder al pensamiento escrito. La revolución se gestó entre los pueblos semíticos. Partiendo del complicado sistema egipcio, llegaron a una fórmula de asombrosa simplicidad. Retuvieron únicamente los signos que representaban las consonantes simples, la arquitectura básica de las palabras. Los vestigios más antiguos del alfabeto se encontraron en una pared rocosa llena de grafitis, en el Alto Egipto. Estas sencillas inscripciones de emigrantes, fechadas en el año 1580 a.C., están relacionadas con la antigua escritura alfabética de la península del Sinaí y del territorio cananeo en Siria-Palestina. Hacia 12250 a.C., los fenicios –cananeos que habitaban en ciudades costeras como Biblos, Tiro y Beirut- llegaron a un sistema de veintidós signos. Usar menos de treinta letras para representar todas las palabras de la lengua le parecería un método muy tosco a un escriba egipcio, acostumbrado a emplear centenares de signos. En cambio, para los astutos navegantes fenicios, la cuestión adquiriría un cariz muy distinto. La simplificada escritura alfabética liberaba al comerciante del poder del escriba. Gracias a ella, cada uno podía llevar sus propios registros y dirigir sus negocios.

En torno al año 1000 a.C., encontramos la escritura fenicia en un poema esculpido en la tumba de Ahiram, rey de Biblos (hoy llamada Jubayl), ciudad famosa por su comercio de exportación de papiros, y de donde procede la palabra griega con la que se designa libro: biblíon. De este sistema de los fenicios descienden todas las posteriores ramas de la escritura alfabética. La más importante fue la aramea, de la cual a su vez provenían la familia hebrea, árabe e india. También derivó de esa misma matriz el alfabeto griego, y más tarde el latino. Los griegos adoptaron la escritura fenicia en completa libertad, sin imposición alguna.

No sabemos su nombre, ni dónde nació, ni cuánto tiempo vivió. Lo llamaré “él” porque lo imagino hombre. Las mujeres griegas de la época no tenían la libertad de movimientos, les estaban prohibidas la independencia y la iniciativa para hacer algo así. Él vivió en el siglo VIII a.C., hace veintinueve siglos. Cambió mi mundo. Mientras escribo estas líneas, me siento agradecida a ese desconocido olvidado que con su inteligencia consiguió un avance maravilloso. Lo imagino viajero, tal vez isleño. Con seguridad fue amigo de curtidos mercaderes fenicios de rostro bronceado. Seguramente bebió con ellos en las tabernas de los puertos, mientras escuchaba historias de mar. Pero lo que a él le fascinaba sobre todo era un talento de los marinos en apariencia humilde y sin épica. ¿Cómo podían escribir tan deprisa unos sencillos mercaderes?

Los griegos habían conocido la escritura en la época del apogeo cretense y de los reinos micénicos, con sus constelaciones de signos arcanos al servicio solo de la contabilidad palaciega. Para él, para quien el arte de la escritura era un símbolo de poder, los rápidos trazos de los marinos fenicios fueron una revelación. Sintió asombro, vértigo, deseos de poseer su secreto.

Consiguió uno o varios informantes letrados, tal vez pagándoles de su propia bolsa. El lugar donde sucedieron los encuentros probablemente fuera una isla o incluso la costa libanesa. Aprendió de sus improvisados maestros la mágica herramienta que permitía atrapar la huella de las infinitas palabras con solo veintidós simples dibujos. Supo apreciar la audacia del invento. Al mismo tiempo, descubrió que la escritura fenicia contenía acertijos: solo se anotaban las consonantes de cada sílaba, dejando al lector la tarea de adivinar las vocales. Los fenicios habían sacrificado la exactitud en aras de una mayor facilidad.

A partir del modelo fenicio, él inventó, para su lengua griega, el primer alfabeto de la historia sin ambigüedades –tan preciso como una partitura- Comenzó por adaptar en torno a quince signos fenicios consonánticos, en un mismo orden, con un nombre parecido (aleph, bet, gimel…. se convirtieron en “alfa”, “beta”, “gamma”….). Tomó letras que no eran útiles para su lengua, las llamadas consonantes débiles, y usó sus signos para las cinco vocales que como mínimo se requerían. Su logro fue enorme. Gracias a él se difundió en Europa un alfabeto mejorado, con todas las ventajas del hallazgo fenicio y un nuevo avance añadido: la lectura dejó de estar sujeta a conjetura y, por tanto, se volvió todavía más accesible.

No sabemos nada sobre ese desconocido. Los expertos piensan que la invención del alfabeto griego no fue un proceso anónimo o a cargo de una colectividad sin nombre ni rostro. Fue un acto individual, deliberado e inteligente que exigió una gran sofisticación auditiva para identificar las partículas básicas – consonantes y vocales- que componen las palabras. Un acontecimiento único que se realizó en un momento determinado y en un único lugar. En la historia de la escritura griega no hay indicios de un tránsito gradual desde un sistema menos completo a uno más acabado. Tampoco hay rastros de formas intermedias, ensayos, vacilaciones ni de retrocesos. Hubo alguien –ya nunca averiguaremos quién-, un sabio anónimo, asiduo a las tabernas hasta el amanecer, amigo de los navegantes forasteros en un lugar bañado por el mar, que se atrevió a forjar las palabras del futuro dando forma a todas nuestras letras. Y nosotros seguimos escribiendo, en esencia, de la misma manera que imaginó el creador de este instrumento prodigioso.

Con posterioridad los romanos aprendieron a escribir a imitación de los griegos, que, desde el siglo VIII a.C., vivían en las prósperas colonias del sur de Italia, en la región conocida como Magna Grecia. Por la vía del comercio y los viajes, su cultura y su escritura alfabética habían desembarcado en el norte. Los primeros italianos septentrionales en aprender el alfabeto griego y adaptarlo a su lengua fueron los etruscos, que dominaron el centro de la península entre el siglo VII y el IV a.C. Sus vecinos del sur, los romanos, se abalanzaron ávidos sobre aquella maravillosa innovación, y adoptaron a su vez la escritura etrusca con ciertos ajustes para adecuarla al latín.

El alfabeto de mi infancia, el que me observa ahora mismo desde las hileras oscuras del teclado de mi ordenador, es una constelación de letras errantes que los fenicios embarcaron en sus naves. Surcaron el mar rumbo a Grecia, luego navegaron hacia Sicilia, buscaron las colinas y los olivares de la actual Toscana, merodearon por el Lacio y, de mano en mano, fueron cambiando hasta alcanzar el trazo que hoy acarician mis dedos.