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Los traspiés de Alicia Paf

Autor: Gianni Rodari

Tipo de texto: Narrativo


Llovía. No se podía bajar al patio y en la televisión echaban un programa aburrido. ¿Qué hacer? De mala gana, Alicia cogió del estante un viejo libro ilustrado de cuentos. Miró la primera página con un bostezo; puso mayor atención en la segunda, como un caracol cuando saca los cuernos; y en la tercera, estaba tan interesada, que cayó en el libro de cabeza.

La página estaba enteramente ocupada por una ilustración del cuento La bella durmiente del bosque. Aurora dormía desde hacía quién sabe cuántos años en la gran cama cubierta de flores. A su alrededor dormía todo el reino. Sólo Alicia permanecía despierta y estaba sentada sobre las botas del príncipe Felipe, que llegaba para liberar a Aurora del hechizo. Al caer dentro del libro, sin embargo, Alicia había hecho bastante ruido. La bella durmiente abrió un ojo y preguntó con débil voz:

—¿Ha llegado el príncipe?

— Soy yo, Alicia.

—¡Por lo visto, todo va al revés! Estoy esperando a un príncipe que debe despertarme con un beso. ¿Qué tienes que ver tú con los cuentos?

Y la hermosa princesa se puso a sollozar con tanta congoja, que Alicia, atolondrada, cayó en la página de abajo, donde el lobo, metido en la cama de la abuela, con la cofia blanca en su cabeza peluda, esperaba devorar a Caperucita Roja:

—¡Era hora! —exclamó el lobo rechinando los dientes.

—¡Calma, calma! —imploró Alicia—. Yo no soy Caperucita Roja: usted no tiene derecho a comerme.

—¿Ni en la comida ni en la cena?

—¡Ni tampoco en la merienda!

—Ya veremos —y el lobo se incorporó sentándose sobre las almohadas.

Alicia se zambulló en otra página. Y lo hizo con tanta prisa, que atravesó un centenar y acabó cayendo en la última ilustración del libro.

—Si te interrogan —murmuró una voz en sus oídos—, debes responder que eres el aya del marqués de Carabás.

—¿¡Yo!? ¿Del marqués?...

—Precisamente tú. Aquí, por orden mía, todo pertenece al marqués de Carabás. Cuando pase el rey ten cuidado de no meter la pata, porque, si así fuese, nos veríamos en apuros.

Era el Gato con Botas, naturalmente. Entre sus bigotes asomaba una sonrisa pícara, más avispada que una avispa.

—Pero eso es mentira —protestó Alicia—. Yo no puedo decir mentiras.

—En los cuentos todo está permitido —sentenció el gato.

—Pero yo no pertenezco a los cuentos: ¡yo vengo del mundo de las cosas verdaderas!

—¡Entonces, vuelve allí! —exclamó el gato y, agarrándola por la cola de caballo, la puso fuera del libro.

Alicia miró por la ventana. Había dejado de llover: ya se podía bajar al patio a jugar.