Un saco de canicas (fragmento)
Obra: Un saco de canicas | Autor: Joseph Joffo | Tipo de texto: Narrativo | Etapa: Primaria | Lecturas: 1010
Compartido por: @sabad el 2013-04-12
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La canica gira entre mis dedos en el fondo del bolsillo. Es mi preferida, nunca me separo de ella. Y lo bueno es que es la más fea de todas, no se parece en nada a las de ágata, o a las grandes canicas metálicas que suelo mirar en el escaparate de la tienda del tío Ruben, en la esquina de la calle Ramey; es una canica de barro, con el barniz medio saltado. Por eso tiene asperezas en la superficie, y dibujos, parece el planisferio de la clase en pequeño.

Me gusta mucho, es bonito tener la Tierra en el bolsillo, las montañas, los mares, todo bien guardado.

Soy un gigante, y llevo encima todos los planetas. —Bueno, ¿tiras o qué?

Maurice está esperando, sentado en la acera frente a la charcutería. Siempre lleva los calcetines flojos, papá le llama el acordeonista.

Entre las piernas tiene las cuatro canicas en un montoncito: tres formando un triángulo y la otra encima.

La abuela Epstein nos está mirando desde el umbral de la puerta. Es una anciana búlgara amojamada, y encogida más de la cuenta. Por extraño que parezca, ha conservado el color cobrizo que da al rostro el viento de las grandes estepas, y ahí, en el hueco de la puerta, sentada en su silla de anea, es un pedazo viviente de aquel mundo balcánico que el cielo gris de la puerta de Clignancourt no logra empañar.

Está ahí todos los días, y sonríe a los niños que vuelven del colegio. Cuentan que huyó a pie a través de Europa, de pogrom en pogrom, hasta que vino a parar a este rincón del distrito XVIII, en el que se encontró con otros fugitivos del Este: rusos, rumanos, checos, compañeros de Trotsky, intelectuales, artesanos. Lleva aquí ya más de veinte años, y los recuerdos sí han debido empañarse, aunque el color de la frente y las mejillas no haya cambiado.

Se ríe al verme vacilante. Estruja con las manos la sarga gastada de su delantal, tan negra como el mío; era el tiempo en que todos los colegiales iban vestidos de negro. Una infancia de luto rigurosa, en 1941, resultaba premonitorio.

—Pero ¿qué diablos estás haciendo?

¡Claro que no me decido! Me hace mucha gracia, Maurice, he tirado siete veces y lo he perdido todo. A él, con lo mío y lo que ha ganado en el recreo le han quedado los bolsillos que casi revientan. Apenas puede andar, le salen canicas por todas partes, y a mí sólo me queda la última, mí adorada.

Maurice gruñe:

—Si te crees que me voy a quedar aquí sentado hasta mañana… Ahora sí.

La canica tiembla un poco en el hueco de mi mano. Tiro con los ojos bien abiertos. Fallada.

Ya está, no hubo milagro. Ahora hay que volver a casa.

La charcutería Goldenberg tiene un aspecto la mar de raro, parece como si estuviera dentro de un acuario, las fachadas de la calle Marcadet ondulan como locas.

Miro hacia el lado izquierdo parque Maurice está a mi derecha, y así no me ve llorar.

—Ya está bien de lloriqueo, dice Maurice. —Yo no lloriqueo.

—Cuando te pones a mirar del otro lado es que estás llorando.

Me paso el revés de la manga del delantal por la cara y mis mejillas quedan secas. Vamos a tener bronca, hace más de media hora que deberíamos estar de vuelta.

Ya llegamos, ahí, en la calle Clignancourt está la tienda, y las letras pintadas en la fachada, grandes y anchas, con sus perfiles y sus trazos gruesos, como las que escribe la maestra de preparatorio: «Joffo–Peluquería». Maurice me da un codazo.

—Toma, so tonto.

Le miro y tomo la canica que me devuelve.

Un hermano es alguien a quien se devuelve la última canica que se le ha ganado.

Yo recupero mi planeta en miniatura; mañana, en el porche, gracias a ésta ganaré muchas más, y me quedaré con todas las suyas. Se ha creído que porque tiene esos dichosos veinticuatro meses más que yo, puede hacerse el mandón conmigo.

Después de todo, ya tengo diez años.

Recuerdo que entramos en el salón, y los olores vuelven a invadirme.

Sin duda, cada infancia tiene su olor, a mi me tocaron todos los perfumes, toda la gama desde la violeta hasta la lavanda, vuelvo a ver los frascos en los estantes, el olor blanco de las toallas y el chasquido de las tijeras, que también vuelvo a oír, fue mi primera música.

Cuando Maurice y yo entramos, era una hora punta, todos los sillones estaban ocupados. Duvallier me tiró de la oreja al pasar, como siempre. Yo creo que debía pasarse la vida en el salón, Duvallier, debía de gustarle el ambiente, la charla… Es natural, era viejo y viudo, y en su pisito de la calle Simart, un cuarto piso, se lo pasaba muy mal, así que bajaba a la calle y se pasaba la tarde con los judíos, siempre en el mismo asiento, cerca del vestuario. Cuando todos los clientes se habían marchado, él se levantaba y se instalaba en el sillón: «La barba» decía.

Le afeitaba papá. Papá, el de las bellas historias, papá, el rey de la calle, papá el del crematorio.

Hicimos los deberes. En aquella época yo no tenía reloj, pero calculo que aquello no duraría más de cuarenta y cinco segundos. Siempre me supe las lecciones antes de estudiarlas. Estuvimos dando vueltas por la habitación para que mamá o alguno de mis hermanos no nos mandaran a estudiar otra vez, y luego volvimos a salir.

Albert estaba ocupándose de uno alto con el pelo rizado, sudaba tinta para lograr un corte americano, pera ello no le impidió volverse hacia nosotros.

—¿Habéis terminado los deberes?

Papá nos miró también, pero aprovechamos que estaba devolviendo un cambio para deslizarnos hasta la calle.

Entonces venía lo bueno. Puerta de Clignancourt, 1941.

Para los críos, aquello era ideal. Hay en día me siguen chocando estas «realizaciones para niños» de las que hablan los arquitectos. En las nuevas plazas de casas nuevas, hay bancos de arena, toboganes, columpios, un montón de chismes. Y todo concebido para ellos por expertos que poseen cincuenta mil licenciaturas en psicología infantil.

Y la cosa no funciona. Los niños se aburren, los domingos y los demás días. Entonces yo me pregunto si a todos estos especialistas no les convendría preguntarse por qué nosotros éramos tan felices en aquel barrio de París. Un París gris, con las luces de las tiendas, las altos tejados y las franjas de cielo por encima, las aceras atestadas de cubos de basura para escalar, los porches para esconderse, y los timbres; había de todo, porteras entrometidas, coches de caballos, la florista, y en verano, las terrazas de los cafés. Y todo esto se extendía por un laberinto inmenso de calles intrincadas. Nos íbamos a explorar. Me acuerdo de una vez, que encontramos un río; se abrió a nuestros pies, al final de una sucia calleja. Nos sentimos descubridores. Después me enteré que se trataba del canal del Ourcq. Nos habíamos quedado allí hundiendo tapones y mirando las manchas irisadas del gas–oil antes de volver a casa, ya de noche.

—¿Adónde vamos?

Casi siempre es Maurice el que pregunta.

Cuando estoy a punta de contestar fijo la mirada en la parte de arriba de la avenida.

Y los vi venir.

Hay que reconocer que eran vistosos.

Eran dos, iban vestidos de negro, altos y cubiertos de correas.

Llevaban botas altas, que debían frotar durante días enteros para sacarles semejante lustre.

Los miramos mientras avanzaban, no andaban deprisa, llevaban una marcha lenta y rígida, como si estuvieran en medio de una inmensa plaza llena de trompetas y tambores.

—¿Qué te apuestas que vienen a cortarse el pelo?

No creo que uno de nosotros pensara en ello antes que el otro.

Nos quedamos pegados al escaparate como si fuéramos siameses, y los alemanes entraron.



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